miércoles, 10 de abril de 2013

Así, sin revisar.



     Me sequé las lágrimas y seguí andando. Dejé que la vida se deslizara bajo la suela de mis zapatos, sin esperanzas, ni ganas.

      Pensé que hay hombres con magia y hombres sin ella. Hombres que saben hacer de una sonrisa unos buenos días más poéticos que la más valiosa de las antologías. Hombres que hacen que no quieras despertar nunca por miedo a la soledad que te hacen sentir sus brazos. Hombres, que, al fin y al cabo, siempre acompañan a tu vida y lo mismo la elevan a infinito que la reducen a la más oscura nada.

       Era un día como hoy, como ayer o tal vez como mañana. Qué más da. Publicaba algunos escritos de esos que fluyen las palabras con una verborrea incontrolable y una pésima literatura, de esos que la mente actúa porque así lo dicta eso que se entiende por alma sin hacer caso a ningún tipo de convención de esas que recogen las élites intelectuales. Sí, de esas.

       Entonces pasó. Esa pregunta que, bien sea por cumplir, o bien por agradecimiento de haber hecho pasar los miserables segundos de la miserable vida de alguien, de vez en cuando te hacen.

-"¿Quién te enseñó a escribir?".

      Esa manía humana de pensar que todo tiene que aprenderse en un ámbito académico entre cuatro paredes y de forma correcta.

-"¿Qué quién me enseñó a escribir?". Pensé.

     La vida podría ser una buena respuesta. Otra podría ser la búsqueda de una narcosis mas allá de su boca y, otra, la necesidad de perderme en universos paralelos.

   
Y yo no entiendo de pretensiones, ni quiero entender, pero creo que detrás de cada escritor, torpe o profesional, delicado o con faltas de estilo se encuentra un alguien pidiendo auxilio aunque sea a susurros. Y, detrás de cada una de mis palabras, se esconde el desgarrador grito de una persona que quiere escapar de si, que quiere escapar de ti, del nosotros y de todas esas cadenas que "un alguien" un día decidió llamar amor.